4/11/10

Un ejemplar de La Pastilla Rosa

Estando en la boca del metro de Gran Vía, le entregué un ejemplar de La Pastilla Rosa a un chico que, al terminar de bajar las escaleras, lo dejó sobre el pasamanos… y el viento hizo que finalmente cayese al suelo. Me dolió. Doblemente. Verlo tirado y saber que ningún titular había sido leído. No pude evitar ir corriendo a su rescate y darle otra oportunidad para cumplir su cometido, antes de terminar olvidado en una papelera o una estantería. Así que lo sacudí y se lo entregué a la siguiente persona que me estiró la mano.
Después me di cuenta de que no hacía falta rescatarlos. De vez en cuando alguien dejaba un ejemplar a su suerte y otro viajero, en dirección contraria, lo cogía para que lo acompañase durante un café o quizá más. Sin embargo, en cuanto a lo que ocurrió en las profundidades del metro, sólo podría especular —la próxima semana descenderé para observar.
Repartir ejemplares, al igual que los periódicos gratuitos, con el objetivo de reforzar al máximo la idea de que los relatos de La Pastilla Rosa son noticias, ha sido una experiencia compleja, que agradezco.
Gente que me conoce de vista le ha comentado a otra gente con la que me relaciono cosas como: “Qué bueno que Rafael vaya a actuar en el Teatro Real”, “¿Desde cuándo Rafael trabaja como repartidor de periódicos?”, “Me alegra que lo hayan contratado como director”, “¿De qué fuente sacan las noticias?”, “¿Es un periódico quincenal?”, “Vaya crisis; repartidor y director”, etcétera. Me entusiasma. Pero no tanto como ver a un lector mientras respira en la realidad de una o varias noticias. Aunque la mayor satisfacción la siento cuando me entero de que alguien ha leído La Pastilla Rosa como libro de relatos después de haberlo hecho como periódico, llegándome a decir que disfrutaron aún más en la segunda lectura. Y junto a todo ello, no me deja de afectar la imagen de ese ejemplar en el suelo. Unas veces me duele. Normalmente sonrío. Sonrío al recordar la otra mano que lo cogió.

Rafael R. Valcárcel






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